El 3 de junio pasó su cumpleaños número 50 en compañía de algunos amigos y sus hermanos Miguel, Domingo y Juana. El doctor Sullivan tocó el clavicordio para distraerlo de aquellos tremendos dolores finales y de la depresión que le causaba su situación económica.
Unos días después tuvo la grata sorpresa de recibir la visita de su querido compañero de armas Gregorio Aráoz de Lamadrid.

La noche del 19 de junio de 1820, la última de Manuel en este mundo, la fiebre se lo llevó por un rato al terreno de los recuerdos, a unas borrosas imágenes infantiles en el mismo barrio y la misma habitación en la que ahora se moría, los olores frutales de naranjos y azahares, los gritos sonoros de los negros en el fondo de la casa. El viaje a Europa, las aulas, pero también las chicas de Salamanca. Los debates interminables en el Consulado, las noches robadas al amor de Josefa en su estudio escribiendo informes sobre industria, educación y justicia social que algún día alguien leería y entendería. Aquel sol de Rosario, las baterías del Paraná y la Bandera. El éxodo, las caras hermosas y dignas de los changuitos jujeños. La gloria de Tucumán, el amor de Dolores, su querida hijita Manuela Mónica. El triunfo de Salta y ese sabor de la justicia que tanto le costó degustar.
Trataba de evitar en aquel recorrido febril los malos tragos, los traidores, los ingratos y todos esos personajes que él mismo había definido como “partidarios de sí mismos”. La tos y un ahogo convulsivo lo trajeron de vuelta al helado otoño porteño.

La noche fue agitada y a las 7 de la mañana del 20 de junio de 1820, sin que nadie lo notara en esa caótica Buenos Aires del “día de los tres gobernadores”, moría Manuel Belgrano.
Alcanzó a decir unas últimas palabras: “Yo espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias. Ay, Patria mía”.
Dijo Bartolomé Mitre que, al practicar la autopsia, el doctor Juan Sullivan notó que Belgrano tenía un corazón más grande que el común de los mortales.
Fuente: CLARIN